La pandemia que ha provocado la crisis sanitaria hasta ahora más grave de la era de la globalización está teniendo consecuencias muy importantes en la conciencia colectiva respecto a la recuperación del valor de lo público y de la necesaria intervención de instituciones, poderes y servicios públicos para garantizar derechos cívicos en el momento en el que el mercado deja al descubierto el alcance de sus nulas o escasas capacidades para solucionarlas.
Frente a comportamientos irresponsable de líderes y segmentos sociales negacionistas, ultraconservadores, autoritarios y populistas, que con actitud anarcoide manipulan demagógicamente el reclamo de la libertad, se aprecia sin embargo la importante valoración que la sociedad mayoritariamente hace de la actuación de los servicios y servidores públicos de la sanidad y las Administraciones pública,para afrontar los riesgos y daños personales y colectivos provocados por la pandemia. Algo que también se ha hecho extensivo a los centros escolares y el profesorado, por su dedicación y eficacia en la realización del gran esfuerzo de solidaridad, seguridad y continuidad de la docencia y para conseguir una presencialidad
razonable durante este curso 2020-2021, primero, todo él,que se realiza desde principio a fin en plena emergencia sanitaria.
La anterior gran crisis económica del siglo XXI se solventó aplicando de manera implacable el dogma de la austeridad y de la drástica reducción del gasto públicos, así como del alcance limitado de los servicios y bienes públicos que podrían ser suministrados a los ciudadanos. Es decir, mediante la reducción de la presencia e intervención de los poderes públicos, de la disminución de la presencia del Estado mismo en la enseñanza y restantes servicios públicos esenciales que sustentan la mera existencia de la ciudadanía social. La aplicación de esta política de recortes tuvo un efecto demoledor sobre el sistema educativo español, porque la reducción del presupuesto, inversiones, servicios, recursos, profesorado y prestaciones escolares públicas aplicada por el PP (el gasto público en educación de todas las administraciones que en 2010 era de 53.099,3 millones de euros se desplomó hasta 44.789,3 en 2014) vino, además, acompañada por la promulgación en diciembre del 2013 de la LOMCE y la aplicación de las normas regresivas ideológicas y sociales que esta ley contenía, de modo que todo ello vino a determinar y legitimar un incremento notorio de la desigualdad en el ejercicio del derecho a la educación y la consiguiente paralización de la de “ascensor social” que a esta le corresponde realizar.
Por el contrario, la actual crisis generada por la COVID-19 se ha abordado, gracias también a la existencia de un Gobierno progresista de coalición, dispuesto a comprometerse mediante la aplicación de otro canon muy diferente de intervención
y financiación pública de los servicios esenciales, entre ellos la educación, así como de la aceptación del déficit y la aplicación de políticas públicas estatales de reactivación económica y garantías sociales y laborales en el marco de la Unión Europea.
Hoy podemos hablar con franqueza, no solamente del retorno del valor de lo público, sino también, con mayor concreción, del retorno de la intervención del Estado, hasta ahora ahuyentado y desacreditado y considerado por el liberalismo económico radical como el problema, no como la solución a tantas y tantas cuestiones a resolver en una sociedad abierta, compleja y desigual. Así pues, como dijo con cierto sentido profético Tony Judt, en su celebrada obra Algo va mal, publicada en 2010: ”Si vamos a presenciar un retorno del Estado, una necesidad mayor de seguridad y recursos que solo puede proporcionar un gobierno, deberíamos prestar más atención a las cosas que pueden hacer los Estados” (pág.186). Porque ya hubo un tiempo, comentaba Tony Judt, en el que “comenzó el proceso de sustituir la selección basada en la herencia o la riqueza por la movilidad ascendente mediante la educación” y se pensaba que el mercado no era el instrumento más adecuado para definir los objetivos colectivos. Por ello, sin duda, la educación había comenzado ya a ser considerada como un derecho humano fundamental y universal que debería ser situado extra commercium y garantizado por el Estado mediante la existencia de un gran servicio público inclusivo y gratuito de modo que nadie se viera sometido al azar de la las leyes mercantiles de la oferta y la demanda escolar, y a la capacidad de compra de cada familia como consumidor de productos formativos.
Hoy vuelve a emerger la misma visión y convicción sobre el papel renovado que el Estado social al que se refiere la Constitución española de 1978 debería jugar de manera efectiva para garantizar a todos, sin discriminaciones sociales, territoriales, ni de género, el derecho a la educación, en los términos establecidos en el artículo 27 de la misma. Hoy es cada día más evidente la acción corrosiva que sobre la cohesión y la convivencia social está produciendo la creciente desigualdad, fruto de la precariedad existencial y la inseguridad que en todos los órdenes introdujo el modelo de sociedad líquida, tan bien desvelada por Zygmunt Bauman, originada por la dogmática neoliberal.
Hay que prestar atención a la educación
Efectivamente, una importante lección que cabe sacar de los graves efectos generalizados de la pandemia y de los recursos precisos para afrontarla es la de la necesidad de prestar atención a las cosas que puede y debe hacer el Estado en materia de educación. Un Estado capaz de frenar lo que algunos han venido en llamar la sociedad del descenso. Precariedad y desigualdad en la era posdemocrática (Oliver Nachtwey.Paidós, 2017) y revertir la situación afrontando la recuperación de la Educación y su función imprescindible de “ascensor social”. Es decir, revitalizar y recuperar las funciones que en este ámbito corresponde garantizar a un Estado que se califica como social según la Constitución y, por tanto, generador de ciudadanía social, gracias a las políticas públicas que puede impulsar utilizando las funciones constitucionales que tiene atribuidas en el artículo 27, así como su misión impulsora sobre los restantes poderes públicos dotados de competencias sobre el sistema educativo español. Poderes obligados a garantizar todos ellos el derecho a la educación de la ciudadanía mediante una programación general de la enseñanza, la creación de los centros públicos escolares que sean necesarios y hacer efectiva para todos los españoles una enseñanza básica que debe ser gratuita, así como velar porque sea cumplida su obligatoriedad.
Además, este Estado social y autonómico, que es el instrumento más importante del que podemos disponer en nuestro actual sistema democrático para lograr los fines y objetivos de la educación, es constitucionalmente responsable, según el artículo 138, de la realización efectiva del principio de solidaridad establecido por el artículo 2 de la Constitución, para que todos los españoles tengan los mismos derechos y obligaciones, cualquiera que sea el territorio del Estado donde habiten. Sin olvidar, por supuesto, que es el Estado quien “tiene la competencia exclusiva para regular las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos”, entre los que se encuentra el de una educación pública y gratuita prestada por un servicio público escolar en el que se integran todos los centros creados por los poderes públicos.
Un servicio público que, aplicando sus reglas básicas puede concertar con centros privados que reúnan las condiciones y prioridades sociales establecidas por la ley para complementar el alcance de sus responsabilidades, cuando ello sea necesario. Estamos hablando de tareas muy difíciles de realizar, pese al carácter de Estado social que incorporó el pacto constitucional de 1978, pero muy necesarias, incuso imprescindibles, si de verdad existe la pretensión de realizar una política educativa capaz de afrontar los retos sociales y de modernización que las actuales circunstancias requieren a nuestro sistema educativo. Difíciles porque somos tributarios de nuestra propia historia de la educación, de una larga “cuestión escolar” inacabada, una saga de confrontaciones ideológicas que, por ponerle algunas fechas, puede ir desde la primera “cuestión universitaria” de 1867 (depuración por el Gobierno del catedrático krausista, Sanz del Río y sus discípulos), hasta el intento reciente del Gobierno murciano del PP, aliado con el ultraderechista VOX, de establecer el pin parental en la educación. En todo caso, digámoslo con claridad, es evidente que una revalorización efectiva del necesario Estado social y democrático dispuesto a intervenir para afrontar las insuficiencias y desequilibrios del sistema educativo español, tendría que bregar con los tres adversarios que obstaculizarían sus planes de intervención, cuando no su mera existencia, poniendo en juego sus ideologías, influencias e intereses: la antigua teoría de la función subsidiaria del Estado de la doctrina social de la Iglesia, el modelo neoliberal aplicado a la educación basado en el dogma de la libre elección y la creación de un mercado libre y artificial de formación pero públicamente financiado. Por último, la deriva separatista que últimamente ensaya la derecha conservadora que se dice constitucionalista, dispuesta a utilizar sus competencias autonómicas en materia escolar para impedir, incluso utilizando procesos elusivos de fraude de ley, la aplicación de leyes orgánicas, como la LOMLOE, aprobadas por las Cortes Generales, depositarias de la soberanía nacional.