Artículo publicado en Cuadernos de Pedagogía, Nº 449, Sección Opinión, Octubre 2014
Dice Paolo Flores d’Arcais (2013) que «la democracia es laica o no es. Rigurosamente, porque es histórica, lógica y ontológicamente laica». Si la democracia es ontológicamente laica, ¿cómo han de ser las instituciones que le dan vida, entre ellas la escuela, a la que se asignan funciones socializadoras y formativas para el desarrollo de la personalidad de unos ciudadanos destinados, precisamente, a compartir un sistema de vida y de gobierno democrático? La respuesta está en que el alcance real de la naturaleza democrática de las instituciones depende de la educación laica que reciben los ciudadanos: «El carácter democrático de las instituciones y de las políticas de gobierno se mide por la intensidad con que favorecen, o por el contrario obstaculizan, la educación permanente en el espíritu crítico y en la lógica». Particularmente en la escuela, donde tales cualidades se deben cultivar desde la primera infancia «en vez de reprimirlas con las dogmáticas fabulísticas, más o menos devotas, del ‘porque sí’» (Flores d’Arcais, 2013). Es decir, la democracia requiere la existencia de una educación y de una escuela laica que contribuyan al cultivo de los valores sustanciales de la democracia; de aquellos que, conforme al artículo 27.2 de la Constitución de 1978, constituyen la finalidad de la educación: «El pleno desarrollo de la personalidad en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales».
Al tratar sobre la escuela laica no podemos olvidar que la idea de laicidad y la promoción activa de la misma, el laicismo, han sido largo tiempo en nuestro país objeto de persecución y descrédito, tratando de identificarlas con el radicalismo sectario, el ateismo o el anticlericalismo galdosiano. Aún perviven prejuicios maniqueos, sembrados por los beneficiarios del antiguo Estado confesional, que, debido a un dilatado pasado de cultura ultramontana, hacen muy frecuentemente olvidar que la laicidad es el resultado de un profundo, plural y extenso movimiento ideológico y cultural derivado del humanismo, la secularización y la Ilustración que hasta hoy ha nutrido el pensamiento y el reformismo en Occidente. Edgar Morin lo describe así: «La cultura europea no es solamente una cultura cuyos factores más significativos -el humanismo, la razón, la ciencia- son laicos. Es, sobre todo, una cultura enteramente laicista en el sentido de que, a partir de un cierto momento, ninguna idea llega a ser totalmente sagrada o totalmente maldita para escapar al torbellino de debates, discusiones y polémicas» (Ducomte, 2014). Tal es el receptáculo cultural en el que se integra la laicidad. Nada que ver con la caricatura divulgada por los inventores de la ingeniosa tesis de la «dictadura del relativismo».
Immanuel Kant (2007) aportó un pensamiento que sigue siendo revolucionario: «¡Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! Tal es el lema de la Ilustración. Para esta Ilustración tan solo se requiere libertad y, a decir verdad, la más inofensiva de cuantas pueden llamarse así: hacer uso público de la propia razón, en todos los terrenos». Por ello, la laicidad es autonomía moral y autogobierno de cada persona, mediante el ejercicio de su libertad de conciencia, y autonomía y autogobierno de la sociedad civil, respeto y valoración positiva del pluralismo ético, religioso y político, y soberanía popular o voluntad general expresada por medio de la ley civil. Es la matriz de la democracia moderna y de su manifestación institucional, el Estado constitucional, que aporta las garantías y resortes legales para hacer efectivos los derechos civiles de todos los ciudadanos por igual, por medio de la separación y no confusión de fines y medios entre la Iglesia y el Estado, y la neutralidad de éste ante las convicciones y creencias de los ciudadanos.
Dos casos cercanos, pero muy distintos
Todo este sistema de ideas, que constituye el universo de la laicidad, ha tenido diversas traducciones en la organización de las instituciones, los servicios y establecimientos públicos, incluidos los escolares, debido a la evolución histórica que en cada país ha experimentado la consolidación del ideario laicista y del constitucionalismo democrático. Consideremos dos casos bien diferentes: el de Francia, cuya laicidad estatal y escolar quedó asentada firmemente a comienzos del siglo XX, y el de España, escenario de vacilantes intentos de avance hacia la laicidad, incompleta todavía a comienzos del siglo XXI.
De acuerdo con la «Carta de Laicidad en la Escuela», aprobada en septiembre de 2013, se garantiza, en los establecimientos escolares de Francia, el respeto a cada uno de los principios que constituyen la laicidad del Estado republicano. Conforme a ella, la escuela proporciona a los alumnos las condiciones para forjar su personalidad, ejercer su libertad y realizar el aprendizaje de la ciudadanía, y los protege de todo proselitismo y de toda influencia que les impida realizar sus propias elecciones. Con el fin de garantizar a los alumnos la apertura más objetiva posible a la diversidad de visiones del mundo, así como a la extensión y fiabilidad de los saberes, las enseñanzas son laicas y ningún aspecto debe ser excluido, a priori, de la crítica científica y pedagógica. Ningún alumno puede invocar una convicción religiosa o política para cuestionar a un profesor el derecho a tratar una cuestión del programa. Tampoco la pertenencia a una confesión determinada podrá ser alegada para no cumplir las reglas aplicables a la escuela, cuyo reglamento de régimen interior establecerá unas normas de comportamiento en los espacios públicos, igualmente respetuosas con la laicidad, quedando además prohibida la utilización de signos y vestidos por los cuales los alumnos manifiesten ostensiblemente su pertenencia a una religión determinada. Esta Carta de laicidad escolar ha obedecido a la necesidad de abordar conflictos escolares originados en el seno de una sociedad abierta y multicultural, ya señalados en el Informe de la Comisión Stasi, de 11 de diciembre de 2003.
Diferente es el caso de España, carente de una tradición laica y republicana asentada e institucionalizada, a pesar de contar hoy con una Constitución aconfesional o laica desde 1978, y anteriormente con movimientos culturales, pedagógicos y políticos avanzados y socialmente influyentes, hasta que fueron eliminados por el nacionalcatolicismo en 1939, como fue la Institución Libre de Enseñanza y su colaboración con gobiernos liberales de la Restauración y con las reformas educativas de la II República. El historiador catalán Josep Fontana (2006) sintetizó este proceso de sucesivas frustraciones sufridas por los partidarios de los cambios en España: «La historia de España contemporánea es la de una sucesión de revoluciones frustradas -en 1843, en 1845, en 1868 y en 1931- seguidas de otras tantas restauraciones triunfantes -en 1844, en 1856, en 1874 y en 1936- que condenaron al país a pagar las consecuencias del tiempo perdido por sus políticos».
La cuestión escolar
Aplicada la tesis del profesor Fontana a los intentos de introducir los principios de laicidad en la vida política, cultural y educativa del país, desembocamos en uno de los seculares problemas españoles, aún no resuelto, la llamada «cuestión escolar». Un dilatado conflicto que emergió durante el siglo xix con episodios como la «cuestión universitaria» que enfrentó a los profesores universitarios defensores de la libertad de cátedra con un gobierno conservador dispuesto a someter la enseñanza al dictado del dogma religioso y político oficial. Pero hoy mismo, después del fracasado intento de Pacto Escolar del ministro Gabilondo, con la reforma conservadora puesta en marcha por la LOMCE ha vuelto a emerger con virulencia esta vieja cuestión con enfrentamientos entre defensores y detractores de la escuela pública y laica, huelgas de profesores y alumnos, manifestaciones de amplias «mareas verdes» y el significativo pacto firmado por todos los grupos parlamentarios de las Cortes para proceder a la derogación de la LOMCE tan pronto logren alcanzar la mayoría parlamentaria.
Desde el comienzo de la Transición democrática hasta nuestros días, la política y la historia de la educación en España han estado profundamente condicionadas por la persistencia de ese conflicto, del que casi nada ha escapado: la aprobación del artículo 27 de la Constitución; el Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre Educación; la LOECE de la UCD de 1980; la LODE, contra la que se desató una durísima batalla por parte de la Iglesia y Alianza Popular; la «Guerra de los catecismos» en 1983; la LOGSE, en 1990; la LOCE del 2003, que no llegó a entrar en vigor; la LOE de 2006, acusada de formar parte de «una fuerte oleada de laicismo» por la Conferencia Episcopal, y por último, la LOMCE, una contrarreforma que cuestiona importantes avances hasta ahora conseguidos por el sistema educativo.
Todas ellas son expresiones de una confrontación de raíz ideológica, no entendida por quienes atribuyen el conflicto a mera inestabilidad artificial legislativa de los partidos. Se trata de un conflicto cuya complejidad y dificultad se agranda como consecuencia de la existencia de una grave contradicción entre los elementos de laicidad del Estado, incluidos en la Constitución de 1978, y las restricciones y recortes que en ellos introducen los cuatro Acuerdos internacionales suscritos con el Vaticano en 1979, especialmente el de Asuntos Culturales y Educativos, en lo referido a la laicidad en los centros públicos.
¿Cuál ha sido el resultado para el proyecto de escuela pública y laica de este conjunto de confrontaciones? Como diría Josep Fontana: inseguros avances, pese a lo que podía esperarse de un Estado constitucionalmente aconfesional, seguidos de algunos retrocesos y estancamientos. Sin pretensión de ser exhaustivos mencionaremos algunos avances que constituyen conquistas, hoy amenazadas: la educación como un servicio público, abierto a todos, en el que se ha de practicar la igualdad y la no discriminación por motivos ideológicos, religiosos, de sexo o clase social; el reconocimiento de la necesidad de respetar la neutralidad y el pluralismo, como caracteres exigibles de los centros públicos, así como la libertad de conciencia y la libre expresión; la definición constitucional de la libertad de cátedra; la coeducación y desarrollo del principio de igualdad de género; la educación ético-cívica como parte del proceso educativo; la desaparición de la simbología confesional en la mayor parte de los centros públicos; el contenido de las enseñanzas que se imparten es, en general, de índole laico, subordinado a la objetividad y racionalidad de la ciencia y del saber, y no a deberes confesionales.
La escuela laica tiene fundamentación constitucional. Siempre que se neutralicen los privilegios, que conforme al Acuerdo sobre Educación con la Iglesia tiene el estatuto de la Religión en los centros públicos, la educación laica sería plenamente realizable en el marco de la Constitución vigente, en la que se recogen los elementos sustanciales sobre libertades, garantías y derechos propios de un Estado laico que no tiene religión oficial, como ha interpretado en diferentes ocasiones el Tribunal Constitucional, según una jurisprudencia en la que identifica aconfesionalidad con laicidad y reconoce que la separación entre la iglesia y el Estado alcanza a los fines y medios de ambos, que no deben tener confusión alguna entre sí. Por lo que se refiere al principio laico de neutralidad aplicable a la escuela pública, ya en una sentencia dictada el 13 de febrero de 1981 se decía: «En un sistema jurídico político basado en el pluralismo, la libertad ideológica y religiosa de los individuos y la aconfesionalidad del Estado todas las instituciones públicas, y especialmente los centros docentes, han de ser, en efecto, ideológicamente neutrales». Una neutralidad exigible en la actividad y en todos los puestos docentes que integran el centro, lo que quiere decir que el centro en sí mismo ha de ser neutral, es decir, laico.
Más recientemente, el reconocimiento de los valores laicos de neutralidad y la importancia que tiene la educación para formar a los alumnos en el ejercicio del pluralismo, que es uno de los valores «superiores» en los que se funda la Constitución, lo encontramos en la jurisprudencia generada por el Tribunal Supremo con las sentencias dictadas contra los recursos interpuestos por quienes se opusieron a que se impartiese la asignatura de Educación para la Ciudadanía, en las que se aboga por una de las notas más relevantes de la escuela laica: su función educadora para el ejercicio cívico del pluralismo propio del sistema democrático.
Ideologías enfrentadas
El agitado mar de fondo permanente de la cuestión escolar se explica por la existencia de una confrontación ideológica que no parece tener fin. Para el Foro de la Calidad y Libertad de Enseñanza, fiel reflejo de la doctrina eclesiástica sobre la escuela, la libertad de enseñanza no es posible sin la obligatoria financiación de la misma por parte del Estado, el cual debe apoyar eficazmente la «identidad y autonomía» de los centros, para que existan «modelos diferenciados» que estén dotados de un «carácter propio»; además descalifica a la educación laica y pública, a la «educación neutra» igual para todos, que más allá de la utopía solo contribuye «al empobrecimiento de las personas y al mantenimiento de las desigualdades».Afirmaciones desmentidas por la realidad de la gran mayoría de los sistemas educativos occidentales, basados en la escuela pública garante del principio de igualdad de todos en el acceso a la educación, de la neutralidad ideológica y de la educación cívica de los escolares. Esta tesis de la libertad de enseñanza como mera libertad para la creación, dirección y elección de centro con identidad, modelo educativo y carácter propio diferenciado y públicamente financiado es coincidente con el que ha venido defendiendo el neoliberalismo desde que Milton Friedman lanzase la teoría del cheque escolar.
Tanto en la educación privada, basada en la confesionalidad, como en la concepción mercantil de empresa privada, que atiende en términos competitivos a demandantes de productos escolares, no existe espacio para el despliegue de la educación laica. Porque desaparecen las notas que toda escuela pública ha de tener, abierta al pluralismo de todo género, universal y gratuita para garantizar a todos el derecho a la educación, algo incompatible con el «carácter propio» o identitario que origina la separación escolar de los ciudadanos. Por otra parte, la libertad de cátedra, los contenidos curriculares y la pedagogía quedan subordinados a los imperativos confesionales o a los intereses empresariales. Y los fines de la educación, en suma, se establecen con un diferente orden de prioridades, de modo que la función educadora de una ciudadanía formada en valores y capacidades para la convivencia democrática, el pluralismo y el interés general, no es relevante.
El pensamiento conservador y neoliberal ha querido monopolizar la interpretación correcta del termino «libertad de enseñanza», pretendiendo que los defensores de la escuela laica y pública son adversarios de la libertad. Pero, como le escuchamos tantas veces a Luis Gómez Llorente, la escuela pública debe ser considerada «como el ámbito del libre pensamiento» porque no solamente se debe considerar la libertad «de» enseñanza, sino también la libertad «en» la enseñanza. La libertad de enseñanza que ahora defiende la Iglesia Católica se refiere más a la independencia para realizar sus fines en la educación que a la promoción de un modelo pedagógico orientado a la educación en libertad y para la libertad. Los partidarios de la escuela laica siempre han visto, por ello, con recelo, la escuela confesional. «Por razones de índole pedagógico, social y profesional», decía Gómez Llorente. Porque la escuela confesional segrega a los alumnos por las ideas religiosas y por la capacidad económica de las familias, o por la educación diferenciada por sexos, como ahora algunos pretenden reconquistar. La escuela confesional no comparte como centro de ideario identitario la educación para el pluralismo. Rehúye la participación democrática de la comunidad en el control y la gestión del centro. Consagra un ideario confesional al que debe subordinarse la libertad de cátedra y toda la actividad educativa del centro; un ideario no decidido por la comunidad escolar que viene a estar compuesta por empleados y clientes.
La escuela laica no puede ser entendida como la de los no creyentes, como el laicismo tampoco es la religión de los no creyentes, pues si así fuese, dejaría de ser auténticamente pública e integradora. Es laica por los ideales y fines que la inspiran. En ello, decía Gómez Llorente, reside la dimensión moral de la escuela pública y, por tanto, para cuantos se interesan por la escuela laica, la Educación para la Ciudadanía debería constituir una preocupación prioritaria: «Al laicismo le va mucho en ello, pues las libertades que postula son inseparables de un régimen constitucional, y la vitalidad de esas libertades tiene mucho que ver con la sensibilización ciudadana».
La religión en la escuela, límite para la escuela laica
Ahora bien, el más importante e inmediato obstáculo, para la realización del principio de laicidad constitucional en la escuela, reside en el Acuerdo de carácter internacional suscrito, en 1979, entre el Estado y la Iglesia Católica, que incluye cláusulas que comprometen la neutralidad y el respeto al pluralismo, la libertad de cátedra, los contenidos que se enseñan, la interculturalidad y los valores laicos que debe tener la escuela pública: «En todo caso, la educación que se imparta en los centros docentes públicos será respetuosa con los valores de la ética cristiana» (artículo 1º-2). Unos valores cuya interpretación, como es lógico, está en manos de la jerarquía eclesiástica.
Una escuela laica requiere, igualmente, que el currículo oficial que en ella se imparta se ajuste a las reglas de laicidad, de separación y no confusión entre fines y medios estatales y eclesiásticos. Ello no ocurre tampoco con el artículo 2.º del Acuerdo que obliga a incluir en «los planes educativos» oficiales la enseñanza confesional de la Religión equiparándola «a las demás asignaturas fundamentales». Mediante la calificación legal de asignatura académicamente fundamental se realiza la mutación de la acción evangelizadora y catequética de la Iglesia en materia evaluable y computable. Además señalamos, por la trascendencia que tiene para garantizar la posición privilegiada de la asignatura de Religión en el currículo escolar, y por los importantes conflictos que acarrea su aplicación, la otra cláusula del artículo 2.º conforme a la cual: «Las autoridades académicas adoptarán las medidas oportunas para que el hecho de recibir o no recibir la enseñanza religiosa no suponga discriminación». Mucho se ha discutido sobre este término, y varias veces ha intervenido el Tribunal Supremo para determinar que algunos Decretos de desarrollo curricular dictados por el Gobierno fueran modificados. Según quien haya gobernado en España, para evitar una «hipotética» discriminación de los que van a clase de Religión se han desarrollado dos soluciones, ninguna de las cuales es coherente con los principios de laicidad escolar: Se ha establecido una asignatura evaluable y de seguimiento obligado para los alumnos que no cursen Religión, solución exigida por la Iglesia y la derecha conservadora que la han vuelto a imponer en la LOMCE. O se ha suprimido la asignatura alternativa evaluable, obligándose el Estado a prestar la «debida atención educativa» durante la hora de Religión. Esta solución que intenta preservar el Acuerdo de manera «posibilista» fue impugnada por la jerarquía eclesiástica que logró del Tribunal Supremo sentencias -luego incorporadas en el desarrollo de la LOE- interpretando que «la debida atención educativa» en ningún caso debía suponer que los alumnos que no asistan a Religión puedan dedicar el tiempo alternativo a cualquier actividad escolar sobre contenidos relacionados con el plan de estudios que cursan, ni tampoco trabajar sobre los deberes escolares ordinarios. Actividades legalmente prohibidas en las escuelas españolas. Una legislación insólita, de carácter punitivo: para que los alumnos que sigan la clase de Religión no sean discriminados por el hecho de recibirla, entendiendo por tal que tengan que asumir una obligación o carga escolar mayor que el resto de sus compañeros, han de tener para quienes no deseen recibirla otra obligación o carga escolar alternativa equivalente, de modo que todos tengan deberes y obligaciones suficientes para que unos y otros no se diferencien en su actividad escolar. Tales son las consecuencias de la incorporación de la Religión al currículo oficial como asignatura con el carácter de «fundamental». Consecuencias que ya no afectan a grupos minoritarios de alumnos, sino a masas mayoritarias de escolares que no asisten a clase de Religión en los centros públicos: 35% en Primaria, 62% en Secundaria y 80% en Bachillerato, durante el curso 2011-12 (Anuario Estadístico del Ministerio de Educación), y que se ven obligadas a un intolerable dispendio de su tiempo escolar.
Un estatuto para la escuela laica
Teniendo en cuenta la incompatibilidad existente entre las limitaciones impuestas por el Acuerdo sobre educación suscrito con la Iglesia y las características básicas de la escuela laica, esta solamente podrá desenvolverse plenamente en España cuando sea denunciado y derogado tal Acuerdo, como algunos partidos -entre ellos el PSOE- se han comprometido a realizar. Pero soslayando tales impedimentos, la laicidad escolar en España es posible y realizable, y debería explicitarse en un Estatuto de Laicidad, que defendí públicamente hace algún tiempo (Mayoral, 2005 y 2006), en el que se debe dejar claro cuáles son las bases por las que la Escuela Laica deberá regirse. Si el Estado es laico, las instituciones, servicios, servidores públicos y centros oficiales, incluidos los profesores y los centros educativos públicos, sus normas estatutarias, y sus planes educativos y de estudio también deben respetar y asumir las reglas de la laicidad. La escuela pública deberá plasmar en su dimensión institucional, estructura orgánica, proyectos educativos y acción docente los principios y valores que inspiran el Estado laico. Actuar como servicio público escolar abierto a todos sin discriminación de ningún género para garantizar por igual el derecho a la educación, con capacidad integradora de todo tipo de alumnos, sin trato alguno desigual o «diferenciado» por razón ideológica, confesional, de sexo, raza o clase social; con capacidad compensadora de las desigualdades. Escuela mixta y coeducadora. Garante de la libertad de conciencia de sus alumnos, neutral y respetuosa con sus convicciones religiosas o morales. Excluyente de todo proselitismo religioso o ideológico, y libre, en sus instalaciones, de símbolos que impliquen vinculación confesional. La enseñanza religiosa confesional no es misión propia de la escuela pública y laica y, por tanto, debe quedar fuera del currículo y del horario lectivo. Esta escuela debe ser espacio para el ejercicio de la libertad de cátedra, un derecho y una responsabilidad del profesorado al servicio de la formación de sus alumnos, tratando el conocimiento y enseñándolo con criterio objetivo y científico, respetando la conciencia del alumno y la pluralidad de sus expresiones, sin adoctrinamiento partidario religioso, moral o político.
La escuela laica tiene una inequívoca vocación moral enraizada en los valores que configuran «el sustrato moral de nuestra Constitución» y de las Declaraciones de Derechos Universales. Se trata de valores ético-cívicos que permiten la convivencia pacífica y constructiva en sociedades abiertas, inclusivas, caracterizadas por la pluralidad de códigos morales, religiosos, culturales e ideológicos. Definitivamente la escuela laica es aquella que promueve la educación en y para el pluralismo, para el respeto, la vivencia y la práctica de la diversidad. Su acción es fundamental sobre la educación de los alumnos para el ejercicio del pluralismo en sus diversas acepciones, informándolos sobre la diversidad de concepciones y orientaciones morales, culturales e ideológicas que constituyen la realidad social, formándolos para que sepan respetar las opiniones y creencias distintas a las suyas, y valorarlas con sentido crítico y reflexivo para hacer una elección responsable.
Para saber más
Ducomte, Jean-Michel (2014). «Penser la laïcité a l’echelle européenne», en Les idées en mouvement, n.o 219, mayo.
Flores d’Arcais, Paolo (2013). ¡Democracia! Barcelona: Galaxia Gutenberg, pp. 55.
Fontana, Josep (2006). De en medio del tiempo. La Segunda Restauración Española, 1823-1834. Barcelona: Crítica, pp. 363.
Kant, Immanuel (2007). ¿Qué es la Ilustración? Madrid: Alianza Editorial, pp. 83.
Mayoral Cortés, Victorino (2006). España: de la intolerancia al laicismo. Madrid: Laberinto, pp. 206.
– (2005). «Razones para un Estatuto de la laicidad», en Llamazares, Dionisio (Dir.). Libertad de conciencia y laicidad en las instituciones y servicios públicos. Madrid: Dykinson, pp. 33 a 74.