Kant trató con detenimiento la perplejidad, entendida como el estado de permanente vacilación en que cae la razón cuando se hace inevitables preguntas para las que no tiene respuesta. El genial filósofo alemán no la consideraba un acontecimiento negativo que hubiera que evitar a toda costa, más bien constituye un indicio positivo de la naturaleza de nuestra razón, pues desea saber más allá de lo que nuestro entendimiento puede alcanzar. Instalarse en la perplejidad llega a ser estéril, de ahí que Immanuel Kant hable de poner límites al uso de la razón.
Ortega y Gasset afirmaba que «la vida es permanente encrucijada y constante perplejidad», pero todo hombre busca salir de ella, necesita orientarse, saber a qué atenerse respecto a las cosas, necesita salvarse, no puede vivir sin estar convencido de algo. Todos recordamos la idea central de su pensamiento: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo». De eso se trata, de que lo que nos rodea y constituye nuestra vida sea seguro, firme, de que «nuestro mundo» funcione, de que nuestras necesidades sean satisfechas. Cuando no conseguimos realizar nuestro proyecto vital, todo se vuelve equívoco, sin sentido. Esto puede dar lugar a extremismos desintegradores o crisis culturales que, como fenómenos históricos, han ido constituyendo la realidad del hombre y de los pueblos.
Estamos viviendo momentos tan complicados en nuestro país que me atrevo a compartir con ustedes las reflexiones de estos dos filósofos preclaros. Busco salidas, posibles respuestas, mejores preguntas. No quiero caer en la melancolía.
Sobran motivos para la perplejidad en el comienzo de este curso. A continuación algunos ejemplos.
¿Por qué siguen existiendo exámenes de septiembre en los institutos? Resulta descorazonador comprobar curso tras curso el sinsentido de esta convocatoria. Ya no existe en las universidades, excepto para algunas materias de antiguos planes. La mayoría de los alumnos no se presentan y los que lo hacen suelen estar mal preparados. Lo coherente sería realizar pruebas de recuperación en la última semana de junio o primera de julio. Así, se podría comenzar el curso la primera semana de septiembre. Mejoraría la planificación escolar, la asignación de profesorado y la programación. Por cierto, no estaría mal que en las regiones más calurosas se instalaran aires acondicionados en sus aulas. Evitaríamos el bochorno de tener que sacar a los niños al patio para que no se ahoguen en clase, como pasa estos días en Valencia. Compensa ese gasto con un menor presupuesto en calefacción que sí es necesario en otras zonas. Sería, entonces, factible una distribución lectiva más racional. Por cada seis semanas de clase se descansaría una o dos, caso de la Navidad. Tendríamos los mismos días lectivos pero más aprovechados. El rendimiento del alumnado y del profesorado mejoraría. Ya lo comprobaremos este primer trimestre con 14 semanas seguidas de clase. Debemos mirar a Francia, Alemania, Holanda, Suecia y al resto del mundo desarrollado. Todo está inventado, menos la educación financiera para la ESO, pero ya está el ministro Wert en ello. Atención.
¿Por qué los criterios para seleccionar al profesorado de las universidades españolas son contrarios a los utilizados en los países más sobresalientes? Parece mentira que tengamos que mantener a tanto profesorado estéril, que se reproduce endogámicamente en sus departamentos, esos que confunden intrigar con investigar. De seguir con esta nefasta dinámica, muy pronto las universidades públicas serán insostenibles. Su gestión es tan errónea como cuestionable la formación que se imparte. La calidad de la docencia suele ser deficiente, con profesores sin preparación pedagógica y escasa motivación. Las positivas recomendaciones didácticas de los nuevos grados apenas se han puesto en práctica. El plan Bolonia se está quedando en los huesos: nuevas titulaciones y distribuciones horarias, otra planificación acorde con el espacio universitario europeo, pero mismos vicios académicos, mismas clases magistrales y similares catedráticos vendiendo su publicación o las clases particulares para tener el aprobado. Lo más triste es que la inmensa mayoría de los estudiantes posee un título fuera de contexto, sin salida, y no tiene dónde realizarse profesional y personalmente.
¿Por qué se sigue utilizando el informe de los evaluadores de PISA para desacreditar a la educación pública? Resulta vergonzoso oír una y otra vez a los políticos conservadores y a los medios afines, que en España es necesaria una reforma porque los resultados de PISA nos colocan en la cola de los países desarrollados ¡Qué manipulación! Dicho informe no puede ser el único criterio para valorar nuestro sistema educativo. Además a la OCDE lo único que le interesa es evaluar la relación de los estudiantes con el sistema productivo y educar es un proceso mucho más complejo ¿Por qué el Gobierno de Rajoy no acomete reformas que nos acerquen al modelo de Finlandia, uno de los mejor valorados? Al contrario, nos llevan en dirección opuesta, menos inversión, menor atención a la diversidad, al pensamiento crítico y a la educación para ser mejores ciudadanos. Eso sí, quieren que nuestro alumnado sea emprendedor y competitivo ¡Qué cinismo!
Artículo publicado en el periódico La Opinión de Zamora